Educar con amor (Brújula parental Parte III)

“Todo lo que necesitas es amor”, decía John Lennon. Y eso es justo lo que requiere una buena educación, pero no el amor románticamente mal entendido que inunda la cultura popular.

En las dos partes previas de esta brújula parental, hemos hablado de lo que significa ser un hijo emocionalmente saludable, con el fin de saber hacia dónde orientar tu crianza, así como de las conductas en las que frecuentemente incurren los padres, que los alejan de dicho objetivo. La pregunta, antes de seguir rascándole al intelecto en búsqueda de una guía efectiva para saber cómo educar, es la siguiente:

¿Quieres ser un padre distinto al que ya eres?

Porque, si no es así, si deseas seguir replicando comportamientos y adoctrinamientos aprendidos, y mantener la idea de que educar es conseguir que tu hijo haga lo que tú consideras correcto, quizás deberías suspender la lectura.

Si, por el contrario, deseas enriquecer tu perspectiva, para poder formar seres plenos que tengan las mejores condiciones para integrarse a la sociedad como personas autónomas, íntegras, que se conocen, que se cuidan, que saben quiénes son y que pueden amar sin destruirse ni destruir a otros, estás en el camino correcto.

En esta tercera entrega, vamos a hablar sobre lo que significa realmente educar a un hijo, partiendo de la premisa de que el buen padre sabe que su tarea está bien hecha cuando su hijo no lo necesita para vivir su vida. 

Pero, para deshacerte de la necesidad de que te necesite, quizás convenga comenzar por limpiar el terreno de algunas ideas torcidas, que aún persisten en el imaginario colectivo. Ten siempre presente que un hijo no es:

Un accidente

Aunque no haya sido planeado, su existencia tiene sentido. Tratarlo como si “no debiera estar aquí” te marca y lo marca profundamente. Ningún niño debería crecer tratando de justificar su presencia ni de ganarse el derecho a existir.

Independientemente de que se trate de una paternidad biológica o no, ésta siempre debe fundamentarse en un proceso de adopción consciente.

Un anzuelo

Para atrapar o retener a una pareja. Los hijos no son garantías de amor ni fórmulas de fidelidad, de modo que recurrir a ellos como medida desesperada para atrapar a quien no quiere estar contigo, no sólo es infructuoso sino también caótico. 

Utilizarlos como herramientas emocionales es convertirlos en rehenes de nuestras carencias.

Un sentido de autoafirmación

No es su tarea confirmar que eres una buena persona, ni que tienes éxito o que vales la pena. Un hijo no debería convertirse en un trofeo que grite al mundo que eres un buen padre, ni debe cargar con la misión de hacerte sentir realizado.

Por muchos años las mujeres han cargado con el estigma de que su mayor realización se encuentra en la maternidad, y los hombres han llevado a cuestas la cantidad de hijos que tienen como sinónimo de hombría (por eso, Gabino Barrera los dejaba regados por donde quiera). Por fortuna, esas ideas arcaicas y disfuncionales no forman ya parte del imaginario colectivo con la misma intensidad, aunque hay otras un poco matizadas, que preservan esa ideología (como el hecho de que cuando una pareja no puede tener hijos, es muy difícil que el hombre acepte que la causa puede ser de parte suya… o de su parte).

Un salvavidas del matrimonio

Tener un hijo para “arreglar” una relación fracturada es como echar gasolina a un incendio que quieres apagar.

Cuando una persona no sabe reconocer que es momento de disolver un vínculo y, en su lugar, intenta crear otro para arreglar el que ya no funciona, lo que está haciendo es ratificar lo incompleta que siente su vida, y termina trasladando la responsabilidad de su felicidad a otros: de su pareja a su hijo.

Una inversión

No es una cuenta bancaria emocional que debes llenar teniendo en mente los frutos que te dará en la vejez. Tu hijo no es el que te cuidará cuando estés viejo ni el que te mantendrá cuando ya no puedas trabajar; es un ser que, si decide hacer eso, lo hará por gusto y convicción, pero no por chantaje emocional. El amor que das a un hijo no puede ser condicionado a que te lo devuelva.

El siguiente paso

Hay quien tiene hijos porque "ya va siendo tiempo", porque "es lo que sigue después de casarme" o por mera inercia. Pero un hijo no es una etapa que hay que cumplir. Representa una vida entera que se confía a nuestro cuidado, con las enormes responsabilidades que sólo quien tiene una verdadera vocación de paternidad debería aceptar.

No está mal que no quieras tener hijos, como tampoco está mal que quieras tenerlos, pero sólo cuando ése es tu verdadero anhelo, y no un acto inconsciente y automatizado.

Finalmente, un hijo no es una posesión

Repite conmigo: “mi hijo no me pertenece”. Espera… creo haberte notado dudar. Vamos de nuevo: “mi hijo no me pertenece”.  Es un ser libre, completo, que me ha sido confiado por un tiempo, pero que no me debe la vida (y si lo hace, que sea desde su perspectiva, no la tuya). Agradece a tus padres por la vida que te dieron, pero no exijas que tu hijo te agradezca por lo mismo. Eres su guía, no su dueño.

Entonces, ¿qué es un hijo?

Un hijo es un ser pleno, en evolución. Tiene una identidad única, un ritmo propio y un destino distinto al tuyo. No viene a completar tu vida, sino a desplegar la suya, con tu ayuda o sin ella. Y es tu privilegio tener la oportunidad de brindarle las mejores condiciones para que lo logre, de forma libre, digna y amorosa.

Muy bien. Ya sabemos qué no es un hijo, igual que ya habíamos hablado sobre qué no es un padre, y también sabemos a qué debería aspirar nuestra educación hacia ellos: ayudar a formar seres conscientes e independientes.

Pero ¿cómo consigo hacerlo?

Aquí es donde entra John Lennon con su icónica frase: todo lo que necesitas es amor, y también es amor todo lo que él necesita (me refiero a tu hijo, no a John Lennon). Dicho de otro modo, todo lo que tu hijo necesita de ti es amor, y todo lo que tú tienes que hacer por él debes hacerlo con amor. Espero que sea evidente, pero, por si acaso no lo fuera, déjame recordarte que el amor debe ser incondicional. No se trata de darlo como un premio cuando se porte bien o cuando “te haya hecho sentir orgulloso”. El amor no se ofrece por lo que el otro hace, sino por lo que yo soy y lo que el otro es.

Educar con amor 

Una gran paradoja que enfrentamos los seres humanos es que somos los únicos seres vivos que tienen la capacidad de experimentar el verdadero amor, pero la mayor parte de nosotros no hace uso de dicha capacidad, y seguramente no es por falta de voluntad, sino de conocimientos. 

Empecemos por comprender qué es el amor.

En el modelo educativo de Semiología de la Vida Cotidiana® se entiende al amor como “el anhelo de plenitud de ser” (y no la dependencia emocional que me hace sentir que me muero si no tengo a alguien), de modo que, si me amo, busco mi plenitud, y si te amo, procuro la tuya.

Observa este ejemplo: estoy casado con una mujer cuyo sueño desde pequeña era ser abogada, pero, dado que yo creo que la mujer debe estar en casa, cuidando a los hijos, ella renunció a su profesión por mí. ¿Es eso amor? En absoluto. Es una idea arcaica que sostiene que amar es sacrificarse. Y el hecho de que ambas partes (ella y yo) estén igual de confundidas y piensen que eso es amor, no lo hace menos grave. 

Hay aquí dos evidencias de que la situación descrita está muy alejada del amor:


  1. Al renunciar a su profesión, renunció también a ser ella misma (su anhelo de plenitud de ser). ¿Quién es, entonces, quien está conmigo? No es ella, sino una versión de ella que se percibe como alguien incompleto: su imaginario.
  2. Lo que ella manifiesta por mí no es amor, sino dependencia. Necesita tanto de mi validación que es capaz de dejar de lado su anhelo. Decir que ella decidió hacerlo es lo mismo que decir que una persona decidió darle su dinero a otra cuando tenía una pistola apuntándole a la cabeza.

Mi esposa no me ama; no es mi esposa, es su imaginario, y no me ama, sino que necesita lo que yo represento en su vida.

Y yo tampoco la amo, sólo estoy cubriendo la necesidad de control de mi imaginario a costa suya.

¿Te parece que ésa es la fórmula del amor? ¿Te gustaría que tu hijo lo viviera de ese modo?

Bajo la premisa que acabamos de analizar, amar a tu hijo significa empezar por reconocer que no sabes exactamente cuál es su plenitud, y que no tienes todos los elementos para decidir qué es lo mejor para él, pero ansías hacerlo y tienes toda la disposición para ello. Significa también animarlo siempre a ir también en pos de su plenitud y su libertad, y no sólo a obedecerte sin protestar.

Pero, ¿y si me equivoco?

Afortunadamente, este modelo también nos ofrece una guía muy puntual y sencilla de comprender sobre actos que dan como resultado la generación de amor. Les llamamos los siete valores del amor incondicional (muy evidentes cuando los das), pero también del sentido de pertenencia (evidentes cuando los recibes). Los doy; estoy amando incondicionalmente. Los recibo; siento que pertenezco.

Aquí están los siete valores:

Afecto

Se refiere al cariño diario, a los abrazos, las palabras tiernas, la risa compartida y demás muestras fehacientes de lo que sientes por la otra persona. 

Sentirse querido es el cimiento más profundo del amor propio.

Apoyo

Implica estar ahí cuando se cae, cuando duda o cuando requiere que alguien le ayude a hacer algo. 

Pero apoyar no es resolverle la vida, sino confiar en su capacidad y recordársela cuando él la olvida, pero nunca más allá de los necesario. Quien apoya en exceso lo hace por sí mismo y no por el otro.

Comprensión

Significa escuchar de verdad lo que dice, tanto como lo que se calla, entender sus reacciones y validar sus emociones, incluso cuando no las comprendas del todo, sabiendo que tienen una profunda causa.

Placer

Compartir momentos de gozo, jugar, disfrutar su compañía, reír a más no poder y conocer qué es lo que lo hace feliz. El amor también se construye en lo ligero, en lo espontáneo y en lo que no necesita explicación.

Inspiración

Ser ejemplos vivos de conductas saludables, congruentes con los valores que profesamos, y no sermones andantes a la espera de la más mínima falla para surgir. Un hijo aprende más de lo que ve que de lo que le dices.

Pregúntate si eres un ejemplo de vida para tu hijo.

Conocimiento

Ofrecerle herramientas para comprenderse a sí mismo y al mundo que habita. Ayudarle también a autoconocerse, a nombrar sus emociones y a desarrollar la capacidad de tomar decisiones con conciencia.

Reconocimiento

Mirarlo, saber quién es, darte cuenta de los méritos que tiene, no sólo en lo que hace o logra, sino también en lo que es. 

Valida lo valiosa que es su existencia y su crecimiento, así como cualquier logro que tenga, por pequeño que sea.

Éstos son los siete valores del amor incondicional, de acuerdo con este modelo. Imagina a un niño creciendo al abrigo de estos valores, pero no sólo recibiéndolos de ti, sino observando cómo tú eres capaz de dártelos a ti mismo. Ése es el amor propio.

Recuerda que no puedes enseñarle a amarse si tú no haces lo mismo contigo. Si no te cuidas, si te maltratas física o emocionalmente o si sacrificas tu propio ser para agradar a otro, estás enviando un mensaje equivocado: está bien darte amor, pero no está bien que yo lo reciba.

Repite otra vez conmigo: el amor empieza en mí, se refleja en él, y nos transforma a los dos. Sólo así estarás enseñando que cada persona es la fuente de su propio amor.

Llegamos al fin de esta serie, y si te has quedado esperando en qué momento voy a decirte cómo hacer para regañarlo sin que se ofenda o cómo hacer para conseguir que haga lo que tú quieres, lamento decepcionarte, pero aquí no lo encontrarás, porque todo lo que deseo compartirte tiene que ver contigo y con lo que puedes hacer por ti y para ti. Lo demás es manipulación.


Si esta brújula hace eco en tu alma, hazla tuya. No para seguirla al pie de la letra, sino para recordar que educar no es corregir lo que falta, sino acompañar con ternura lo que es, mientras tú y ese pequeño ser descubren juntos el verdadero sentido del amor consciente. 

Y eso comienza por ti; aquí y ahora.


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