Se habla mucho de lo que un buen padre debe hacer: cuidar, proveer, educar, poner límites, dar amor... Y, aunque todo eso tiene su lugar, a veces la mejor forma de comprender lo que es una paternidad responsable es empezar por reconocer lo que no es.
Y aquí es donde entra el problema: muchos de los modelos que seguimos como padres vienen más de la tradición que de la conciencia: actuamos en función de lo que vimos y no de lo que hemos reflexionado; reaccionamos según lo que creemos que se espera de nosotros, pero no de lo que verdaderamente necesita un hijo para crecer emocionalmente saludable.
Así que vamos poniendo las cartas sobre la mesa.
Un buen padre no es:
Una burbuja sobreprotectora
Sí, claro, estoy seguro de que quieres lo mejor para tu hijo, y detestas la idea de que le vaya mal, pero, si lo envuelves en un plástico de burbujas para que nada lo lastime (o que no sufra lo que tú sufriste), no vas a criar a alguien fuerte, sino a alguien frágil, con miedo al mundo e incapaz de generar tolerancia. Proteger no significa aislar para evitarle la frustración, el error o la tristeza, sino tratarlo con empatía, mientras aprende que siempre habrá problemas qué enfrentar, y que no siempre tendrá a alguien que pueda apoyarlo, por lo que necesita aprender a lidiar con ellos.
Y sí, eso implica verlo llorar sin salir corriendo a comprarle un helado o no meterte a defenderlo cada vez que discute con sus amigos. Ser un padre consciente implica permitir que experimente la incomodidad de una consecuencia y no ir a pelearte con su profesor porque “lo reprobó”.
Y eso no significa que seas cruel o indiferente, sino que lo amas lo suficiente como para permitirle crecer.
Échale un vistazo a este video, y ya me contarás tus impresiones.
Un policía encubierto
Si te pasas la vida espiando, persiguiendo y monitoreando cada paso que da, vas a acabar criando a alguien que sólo sabe comportarse “de forma correcta” cuando lo están vigilando y, lo más probable, a una persona sin criterio propio que requiera que alguien más le diga cuándo algo es correcto o incorrecto.
Educar con desconfianza genera desconfianza.
No necesitas un informe diario de sus conversaciones de WhatsApp ni revisar el historial de su navegador como si fueras agente del FBI. Si temes que incurra en conductas indeseables, pregúntate qué valores son los que ha aprendido en casa (no por adoctrinamiento, sino porque tú has puesto el ejemplo).
Lo que tu hijo sí necesita de forma prioritaria es que cultives una relación de confianza genuina con él, en la que se sienta seguro de contarte las cosas que quiera, incluidas aquéllas que sabe que te incomodarán. Si no puede decirte lo que vive, piensa o siente, no es porque sea deshonesto; lo más probable es que se deba a que tú no sabes escucharlo sin empezar a condenarlo.
Un juez omnipresente
Tú no eres el que determina qué está “bien” o “mal” todo el tiempo. Tu hijo no necesita una corte suprema; necesita una guía, una apertura al diálogo y la posibilidad de equivocarse, sin sentir que será sentenciado a cadena perpetua por ello. Quitarte el papel de burbuja sobreprotectora de la que ya hablamos, abre la puerta de su comprensión sobre el hecho de que va a equivocarse, y no está mal que lo haga, si puede aprender del error. Pero saber que ante cada falla le espera un juicio, genera una personalidad temerosa y desconfiada que, a menudo, se verá disfrazada de un sentido de autoexigencia y perfeccionismo desmedidos.
Si cada vez que se equivoca le dices "te lo dije", o lo miras con decepción silenciosa, o lanzas uno de esos discursos estilo monólogo dramático, o aprovechas la ocasión para intentar sembrarle, ahora sí, esa idea a la que ya antes te dijo que no, sólo estás educando a partir de la culpa, y ésa es una pésima forma de buscar su crecimiento.
Recuerda: no se trata de que te dé la razón, sino de que aprenda a razonar.
Un verdugo emocional
Cuando castigas para hacer pagar, y no para ayudar a reparar, lo que haces es herir y debilitar su autoconcepto. Lo más grave del asunto es cuando lo sabes, y justo eso es lo que pretendes. ¿Cuántas veces te has escuchado decir cosas como: "¡Así me educaron a mí y no salí tan mal!", justo después de haberte desquitado con tu hijo porque estabas de malas?
Quizás no hemos comprendido que una cosa es establecer límites sanos, y otra es desahogarte emocionalmente con un niño. Si, al calor del momento, usas la amenaza, el grito o la humillación, no estás educando; estás liberando tu frustración a costa de otro (de un ser a quien dices amar).
Pregúntate cuántos de los regaños o castigos que has aplicado han nacido de forma consciente del genuino deseo de procurar su bienestar, y cuántos más han tenido el fin oculto de hacerle pagar por cómo tú te sentiste (aun sin tener razón para ello).
El director del show
Tu hijo no es el actor principal de tu obra.
No está aquí para hacer lo que tú querías hacer y no te atreviste, ni para cumplir tus sueños inconclusos ni para ser como tú te imaginaste que debe ser una vida perfecta. Criar no es dirigir; es descubrir a esa persona en potencia, y acompañarla a desarrollar su propio guion. Por otra parte, ¿quién te ha dicho que tienes la autoridad para determinar cuál es el mejor camino en la vida de alguien?
Lo sé. Dejarlo escribir su propia historia implica soltar el guion perfecto que tenías en tu cabeza desde que nació. Tal vez no será ingeniero, como tú, ni querrá casarse a los 30 años, ni practicará ese deporte que a ti te fascina, ni querrá “darte” nietos (ya no hablemos de ser quien te cuide cuando ya estés viejo), y eso puede doler.
Tu hijo no está aquí para darte gusto (ni a ti ni a tu imaginario). Vino a este mundo para encontrar su propio sentido de realización personal, no para que trates de convencerlo de que quiera lo mismo que tú. Tu tarea no es escribir su historia, sino ayudarle a generar las mejores condiciones para tener siempre a la mano pluma, papel, libertad creativa y muchas historias por contar.
Pero el texto no es tuyo. Ojalá que, a pesar de eso, estés deseoso de leerlo.
Entonces, ¿qué pasa cuando lo que yo quiero choca con lo que mi hijo necesita?
Aquí entra el verdadero dilema de la paternidad consciente: entender que no estás aquí para que tu hijo haga lo que tú quieres, sino para facilitarle que él descubra lo que necesita. Y eso a veces duele, porque tu ego suele tener planes muy distintos a los de su esencia.

Lo que yo quiero | Lo que mi hijo requiere |
Que me necesite | Que aprenda a ser independiente |
Que me obedezca | Que tenga criterio y capacidad de decisión |
Un parámetro de mi éxito como padre | Parámetros para su propio éxito |
Que sea una extensión de mí | Que descubra quién es realmente |
Que me agrade y que me apruebe | Que le brinde mi amor incondicional |

En resumen, yo quiero ser un imaginario resolviendo sus carencias a través de la paternidad, mientras que él requiere tener padres conscientes.
¿Sabes qué? Cada vez que eliges tu deseo por encima de su necesidad, estás criando con ego, no con amor.
Padres conscientes vs imaginarios heredados
Muchos modelos de paternidad vienen de imaginarios colectivos que nunca se cuestionaron, como “un buen padre es el que mantiene todo bajo control”, “el que se sacrifica”, “el que impone disciplina”, “el que no se deja”, y muchos otros que seguramente rondarán tu cabeza.
Pero esos modelos no construyen vínculos saludables auténticos. Jamás funcionaron; aunque en el siglo pasado pudiera no haber sido evidente.Pero lo único que hacen es reproducir, generación tras generación, un vínculo afectivo temeroso, condicionado, rígido o ausente.
Una paternidad consciente debe preguntarse todo el tiempo:
¿Con qué base emocional estoy educando? ¿Es con miedo o es con amor?
¿Soy un adulto que ha trabajado en sí mismo?
¿Estoy formando a una persona o alimentando mi imagen?
Hoy en día, muchas prácticas paternales se diluyen en el romanticismo con frases como “te amo más que a mi vida”, “por mis hijos doy todo”, “a mis hijos no me los toques” y otras más que pueden sonar lindas, pero están muy lejos de ser un reflejo del elemento que siempre debe respaldar la educación: el amor. Amar no es sobreproteger, ni idealizar, ni cargar con el hijo como si fuera una propiedad sagrada.
Comprende que tus hijos no son tuyos; son prestados por la vida. Son viajeros a quienes acompañas durante un tramo del camino; no a quienes atas con promesas de amor eterno que les impidan avanzar.
Disfrútalos, valóralos, cuídalos y otórgales el mayor regalo que puedes hacerles, después de la vida que les brindaste, que es su libertad.
Porque criar no es aferrarse a ellos, sino prepararlos para que un día puedan irse sin culpas, sin vacíos y sin cadenas.

Reflexión final
Tu labor no es formar un hijo que cumpla tus expectativas. Es facilitar que tu hijo descubra aquello que lo hace pleno, y alentarlo en ir en pos de ello.
Y eso implica soltar el control: la necesidad de aprobación, la idea de que sabes lo que es mejor para él en todo momento y la necesidad de que “te haga sentir” necesitado. No es fácil, pero es profundamente liberador.
Porque un padre que se reconoce como guía, y no como dueño, se vuelve libre para amar de verdad, sin moldes y sin exigencias.
Y el amor, créeme, es la mejor herencia que puedes dejarle (ya te contaré sobre él en el siguiente episodio).