La metáfora del plato roto

A ver, rompe un plato.
Ahora pídele perdón.
¿Volvió a estar como antes?
¿Entendiste?

Ésta es una idea que seguramente habrás visto más de una ocasión (espero que no la hayas oído, y mucho menos que la hayas dicho). Se trata de una metáfora que pretende ser profunda y ejemplificar que hay daños que resultan irreparables, pero que, al mirarla de cerca, se desmorona como... bueno, como un plato roto mal pegado.

Esta metáfora circula en redes sociales como si fuera una joya de sabiduría emocional. Pero está muy lejos de serlo. De hecho, es una de las analogías más simplistas, engañosas y —¿por qué no decirlo?— estúpidas que se usan en nombre del mal entendido "amor propio". 

Son muchas las falacias en las cuales está sustentada esta alegoría. Aquí te presento algunas, pero me encantaría saber si tú tienes otras:

Mi daño es tan real como el del plato roto

Esta parte es, quizás, la más difícil de comprender y aceptar: no todo el dolor que experimentas es realmente provocado por otra persona a quien atribuyes tu desdicha. A veces no es que alguien "te rompió", sino que tú te rompiste a través de una interpretación equivocada o de una expectativa inadecuada de las circunstancias.

Sentiste abandono, pero el otro sólo necesitaba espacio.

Sentiste rechazo, pero el otro estaba lidiando con sus propias sombras.

Sentiste que te vieron la cara, pero en lo que menos estaba pensando el otro era en ti cuando actuó del modo que lo hizo.

Y aunque no cuestionaremos la validez de tus emociones ni lo profundas que puedan ser, no siempre tienen que ver con un “culpable”.

En este sentido, la metáfora del plato simplifica dinámicas humanas complejas, atribuyendo una intención inequívoca al culpable, en una escena dramática y rígida que invalida cualquier posibilidad de matiz.

"¡Pero lo que a mí me hicieron sí fue real!", estarás pensando.

No te preocupes, te invito a seguir leyendo.

El daño físico del plato es equiparable a mi daño emocional

¿Acaso la metáfora aluda a una fractura física?

No. Refiere a una “fractura” emocional.

El plato sólo puede sufrir daño físico, pero no emocional. Una persona, en cambio, no se rompe en el sentido literal en el que se rompe el plato (si lo hiciera, no habría posibilidad alguna de que sobreviviera para poder perdonar). 

Una persona puede sentirse adolorida, puede desorganizarse emocionalmente, puede confundirse, sentirse herida o traicionada, y todo ellos es un daño que no es físico. Es evidente que, si el plato tuviera la capacidad de perdonar (ya hablaremos de eso), el hecho de hacerlo no resarciría su daño. ¿Deberíamos asumir lo mismo de un daño que tiene una naturaleza completamente distinta?

Ahora que, si la fractura que percibes no es propiamente de tu ser, sino de la relación que tenías con otra persona, déjame decirte que el dolor que sientes no siempre implica un rompimiento. A veces simplemente es parte de la evolución natural de las relaciones. Conflictos, desacuerdos, silencios incómodos, cambios de dinámica, todos ellos forman parte de cualquier vínculo humano que se mantenga vivo.

Pensar que cada diferencia o desilusión "rompe" algo es tener una visión infantil del afecto: como si todo tuviera que ser perfecto e inmaculado para ser real. ¡No! Lo real también raspa, confronta y, a veces, hasta arde. Pero eso no significa que esté roto. Significa que está vivo.

Soy un objeto sin capacidad de discernimiento

No sé si lo has notado, pero un plato es, literalmente, un objeto inerte, sin vida ni voluntad que, al romperse pierde su forma y su función.

Los platos no piensan. No sienten. No perdonan. No evolucionan.

Tú, sí (espero). 

Y también tienes la capacidad de darle un nuevo significado a los eventos de tu vida, a reconstruir, a reinventarte y a decidir cómo lidias con tus experiencias. Los platos que se caen van a romperse; no tienen otra opción.

La metáfora del plato ignora la maravillosa capacidad humana de transformarse a partir del dolor.

Tú puedes aprender de lo vivido, puedes perdonar sin que eso implique permitir que suceda nuevamente, puedes reconstruirte con piezas nuevas, mejores y más tuyas (el plato no puede).

Compararte con un plato roto es un acto de desvalorización. Es negar la resiliencia que te habita. Es minimizar el milagro que representa el ser humano: ése que es capaz de caer, levantarse mil veces y seguir intentando.

Todo está hecho del mismo material

Si tiras un plato y se rompe, significa, entre otras cosas, que el material del que está hecho es frágil (claro que tiene que ver también el material de la superficie contra la que lo dejaste caer).

Pero un plato de plástico no se romperá; tampoco lo hará uno de acero, y menos aún uno de un material flexible.  

Si tú “te rompes” cuando alguien “te dejó caer”, ¿no convendría que analizaras de qué material estás hecho, para comprender de dónde viene tu fragilidad?

Y sé que estarás pensando en nuevos elementos falaces, como la finura del material: mientras más fino, más frágil. Si ése es tu pensamiento, ¿no convendría, entonces, que te mantuvieras oculto, como la vajilla de las ocasiones especiales? A salvo de las situaciones cotidianas.

Las personas se descartan como objetos

Quizá lo más jodido de esta analogía es que, en el fondo, te está diciendo: “si algo se rompe, tíralo, porque ya no sirve”.

¿Neta? ¿Así de fácil vamos a desechar relaciones, historias, procesos compartidos, por el miedo a no estar “como antes”?

Con el plato eso tiene sentido. Ha perdido su utilidad, pero, sobre todo, es perfectamente reemplazable. Pero ¿quieres seguir pensándote a ti y a tus relaciones como un utensilio desechable?

¿Y si el “después” puede ser mejor, más consciente, más humano, más real?

El problema no es romperse; es no tener ganas (o fábrica de gametos) de reconstruirse.

¿Y qué hago con la metáfora?

Quien la usa, por lo general, no está invitando a sanar, sino a culpar y a responsabilizar a otro de su “estado roto”, es decir, a proteger su fragilidad y exigir reparación sin participar en el proceso.

Usar una metáfora como ésta para validar el enojo crónico o el victimismo es concederse el permiso de regodearse en la miseria de un alma carente de un genuino amor propio.

“Ve lo que me hiciste, mira cómo quedé” -parece gritar.

Es la perfecta excusa para no asumir responsabilidad sobre la forma en que decidimos vivir lo que nos sucede. El ego goza con frases como éstas, porque le permiten quedar como la víctima intachable que reclama lástima y animadversión hacia el otro, porque es un monstruo que merece el castigo del silencio eterno.

Pero el alma busca otra cosa: comprensión, madurez, evolución, libertad...

Entonces, ¿qué somos, si no platos rotos?

Somos personas que sienten, que a veces fallan, que muchas veces interpretan mal, que aprenden, que cambian, que necesitan límites, que cometen errores y que también tienen derecho a perdonar y ser perdonadas.

Somos historias en movimiento, no cerámicas frágiles.

Y mientras sigas respirando, pensando, amando y eligiendo, estás intacto donde más importa.

Muchos usan esta metáfora para justificar por qué no sanan: “es que me rompieron”, “es que no soy el mismo desde que me hicieron tal cosa”. Pero la realidad es que uno no puede vivir una vida plena culpando toda la vida al golpe y al que lo dio.

Andar repartiendo culpas no es un camino; es un estancamiento con disfraz de reflexión.

Carta abierta a quien alguna vez se sintió como un plato roto

A ti, que te dolieron las palabras que no esperabas.

A ti, que te sentiste traicionado, invisible y herido.

A ti, que en tu tristeza dijiste: “ya no soy el mismo”, como si algo dentro de ti se hubiera quebrado para siempre…

Quiero decirte algo: No estás roto.

No eres un objeto. No eres una cosa que alguien puede romper y luego tirar.

Eres un ser humano, con la capacidad única de resignificar tu dolor y de hacer con tus heridas algo más que sólo un recuerdo amargo.

Eres capaz de entender que el dolor también puede ser un maestro y que el perdón no es pegar piezas, sino decidir vivir sin cortarte con los restos.

Porque el perdón, aunque de verdad nos hubieran hecho daño, no es un regalo que le damos al otro, sino una liberación que nos otorgamos a nosotros mismos. 

Es una forma de decir: “ya no quiero cargar esto. Ya no quiero vivir con esta espina. Me libero, no porque no importara lo que pasó, sino porque soy yo quien más me importa”.

Así que levántate. No para negar lo que dolió, sino para darte cuenta de todo lo que puedes crear a partir de ahí.

No estás roto, estás aprendiendo a transformarte.

Y si decides perdonar, que sea por ti. Para que el amor —empezando por el propio— pueda volver a circular.

Te invito, estimado lector, a no desdeñar la sabiduría popular que puede dejarnos enseñanzas magistrales, pero también a no dejarte engatusar por aquéllas que sólo buscan justificar la mediocridad.

¿Cómo reconocer la diferencia? Es fácil: huye de todo aquello que sugiera que está bien estar mal si la culpa es de otro.

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