Esperar o no esperar (la barrita reveladora)

Las cosas llegan cuando menos las esperas.

Ésa es una frase altamente difundida, de la que, a ciencia cierta, no atino a asignarle un significado preciso, sin embargo, no creo que sea del todo acertada, aunque sospecho que el efecto producido por el fenómeno de “no esperar” pueda ofrecer esa impresión.

Recuerdo una ocasión en la que, presa de un ferviente deseo, cuasi infantil, de degustar uno de los escasos placeres culinarios que recuerdo de aquellos años, fui a la tienda a comprar unas barritas (sí, de ésas que al centro llevan mermelada de piña o de fresa). Ante la disyuntiva del sabor que haría las delicias de mi paladar, decidí llevar un paquete de cada sabor; así tendría oportunidad de alternarlos, para darle mayor variedad a la experiencia.

Hacía mucho tiempo de la última ocasión en que había comido uno de esos manjares (bendito metabolismo que va perdiendo su capacidad con el paso de los años), de modo que, cual Anton Ego comiendo ratatouille, cada mordida que daba me transportaba a mis años mozos y me producía un verdadero placer.

Quisiera decirte que durante ese místico instante de degustación mi atención estuvo totalmente puesta en cada bocado que saboreaba, pero estaría mintiendo; en realidad, mientras lo hacía, seguía trabajando en la computadora, pero hacía mis pausas para deleitarme con esos sabores casi olvidados.

(¡Oh, cómo quisiera unas barritas!)

Cuando terminé, dado que el trabajo ocupaba casi en su totalidad mi atención, dejé ahí, sobre el escritorio, ambas envolturas; ya habría un buen momento para ir a tirarlas, por ejemplo, cuando mi vejiga reclamara la atención que en esos momentos prestaba a la pantalla y el teclado.

Llegó el momento. 

Aparté la vista de la pantalla, me froté ligeramente los ojos, me levanté del asiento y me dispuse a ir a darle placer a mi inflamada vejiga, pero no sin antes cumplir con la responsabilidad cívica de depositar la basura en un lugar expresamente diseñado para ello, de modo que tomé las envolturas de las barritas y… ¡oh, sorpresa! Una de las envolturas no estaba vacía. ¡Aún había una barrita ahí!

Corrí a deshacerme del exceso de líquido de mi cuerpo, paladeando ya ese suculento manjar inesperado que aún aguardaba por mí, y como si fuera el perro de Pavlov ,condicionado por el sonido del agua al ser descargada del inodoro, babeando y meneando la cola, regresé y dediqué, ahora sí, mi atención total a saborear esa última barrita. 

(Mmm… barriiiiiiita -voz de Homero)

La gocé de una manera que es difícil describir, pues comprendí que estaba ante uno de los más grandes placeres que puede regalarnos la vida: un bien no esperado. Lo que experimenté fue algo muy parecido a la felicidad.

El valor de esta última barrita no era el mismo que el de las demás, por dos razones: primera, porque no contaba ya con ella, y segunda, porque sabía que, ahora sí, era la última. Tomé conciencia de ello y la mantuve todo el tiempo, hasta que deglutí el último bocado.

¿Una barrita inesperada?

Sí. Pero el hecho es que la barrita no llegó como por arte de magia a su envoltura, para darle certeza al adagio que enuncié al inicio de este relato; o sea, no llegó cuando yo menos la esperaba (llegó cuando la compré).

Pero aquí el sentido se lo da el hecho de haber asumido que no habría más deleite al paladar y estar conforme con ello.

Pensemos en un hipotético escenario en el que dos personas experimentan exactamente el mismo deseo de tener una pareja amorosa, y ambos tienen exactamente el mismo número de oportunidades para ello: 1. Pero resulta que una de esas personas (llamémosle el individuo A) se la pasa buscando desesperadamente al amor de su vida, mientras el otro (el individuo B) deja que todo fluya, y disfruta cada cosa que se presente. 

A ambos les llega ese amor al mismo tiempo, pero el individuo A, que se la pasó todo el tiempo previo esperando ese momento, experimenta un pensamiento de “ya era hora”, “¿por qué tardaste tanto?”, basado en la carencia en la que su propio deseo excesivo lo sumergió, mientras que el individuo B, que vivió los años previos en su máximo esplendor, experimenta una sensación de grata sorpresa cuando llega ese amor inesperado. 

En este ejemplo, esperar o no esperar no fue el factor. El amor llegó a la par. Pero la percepción de ambos individuos fue radicalmente opuesta, fincada en las expectativas no satisfechas de uno contra las expectativas inexistentes del otro.

Podría, entonces, parafrasear ese adagio del inicio, y te diría que las cosas llegan cuando deban llegar; pero dejar de esperarlas te libera de la sensación de que algo te hace falta, y eso es lo que realmente enriquece tu vida.

También podría decirte que esperar lo que es ausencia sólo aumenta la carencia.

Está bien, está bien, aquí te va un adagio con el que estás más familiarizado: no es rico el que más tiene, sino el que menos necesita.

Por lo tanto, mi estimado lector semiocurrente, te invito a revisar tus expectativas y a preguntarte cuáles de ellas te hacen sentir incompleto. ¿Qué pasaría si las descartaras, y dejaras de esperar? 

¿Llegarían, por fin, las cosas que anhelas? 

Por supuesto que no, pero apenas notarías su ausencia.

No actúes como si la vida te debiera algo, que todo lo que te debía ya lo tienes: la capacidad de habitarla. En cambio, haz lo que debas, que lo demás se dará por añadidura.

No espero que te haya gusta este relato. Pero si acaso hubiera sido así, harías las delicias de este escritor, como si fuera una barrita simbólica.

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