Tan felices que eran… hasta que les pedimos crecer

A veces parece que a los niños les queda chico el mundo, y otras, que les queda demasiado grande.

Entre las prisas adultas, las reglas absurdas, las etiquetas que no explican nada y los “tienes que portarte bien” con los que los bombardeamos, se va diluyendo esa chispa única de la infancia: la espontaneidad.

¿Cuántas veces hemos visto a un niño reír escandalosamente, hacer preguntas incómodas, cantar en medio del súper o decir “no” con una seguridad que ya quisiéramos los grandes y, en lugar de reconocer su autenticidad, lo callamos, los corregimos o los apuramos?

Y ahí estamos, reconociendo con nostalgia el consabido “tan felices que éramos y no lo sabíamos”, mientras hacemos todo lo posible por impedir que los niños de hoy vivan esa misma dicha.

Es que hay niños que incomodan. Que no caben en el molde. Que interrumpen el guion. Pero, la verdad es que no tienen por qué caber. Porque esos niños —los “hiperactivos”, los “demasiado sensibles”, los “rebeldes”— muchas veces son los que vienen a mostrarnos (o a recordarnos) otra manera de estar en el mundo.

No son problema. Son posibilidad.

Son oportunidad para dejar de educar a través de la corrección automática, y empezar a acompañar con comprensión genuina. Son el espejo en el que podríamos volver a vernos, si tan sólo nos atreviéramos a recordar.

Recordar cuando tú también llorabas sin filtro, cuando te reías con todo el cuerpo, cuando preguntabas lo que nadie se atrevía, incluso, cuando te frustrabas porque no te comprendía… y te encogías un poco cada vez que te callaban, te ignoraban o te corregían por ser “demasiado tú”.

Ese “¡no!” que a veces nos descoloca, quizás es su primer ensayo de dignidad.

Un límite intuitivo. Un acto de respeto hacia sí mismos, aunque no lo sepan nombrar.

¿Y si en lugar de verlo como falta de obediencia, lo viéramos como una semilla de autonomía?

Nos urge que crezcan, y en esa urgencia les ponemos mochilas emocionales, agendas de adultos, presiones escolares, exigencias de perfección.

Dedicamos un día a celebrar aquello que nos urge que desaparezca. Queremos que se comporten, que razonen, que no se ensucien, que no lloren “de más”, que no se enojen “así”.

Pero se nos olvida que son niños.

Y que están justo en ese momento irrepetible en el que el mundo aún es magia, el cuerpo aún es casa y cada emoción viene sin censura.

Tal vez no vinimos a enseñarles tanto como creemos.

Quizá vinimos a recordar, con ellos, lo que fuimos.

Y, más importante aún, a no repetir con ellos lo que dolió tanto cuando nos lo hicieron a nosotros.

¡Feliz día del niño!

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